La salud mental ha dejado de ser un tema invisible para convertirse en uno de los grandes desafíos educativos de nuestro tiempo. Los datos lo confirman: casi la mitad de los jóvenes afirma sentirse nervioso o inquieto con frecuencia, uno de cada tres experimenta ansiedad de forma habitual y más de un 10% reconoce haberse autolesionado alguna vez. Cifras que nos hablan de una generación que crece en un entorno acelerado, exigente y, a menudo, emocionalmente desbordante.

 Pero frente a esta realidad, también hay esperanza. Hoy sabemos más que nunca sobre los factores que protegen la salud mental desde las primeras etapas de la vida, y la escuela, junto a la familia, tiene un papel fundamental.

El primer paso es comprender que no todo malestar es un trastorno mental. Sentir tristeza, frustración o miedo no significa estar enfermo. El reto está en enseñar a los niños y adolescentes a reconocer, validar y regular esas emociones. En los últimos años, la demanda de herramientas para “tolerar el malestar” se ha disparado, lo que nos habla de una necesidad urgente: educar emocionalmente desde la prevención, no solo desde la urgencia.

 En la infancia, el bienestar emocional se construye sobre cuatro pilares: el apego seguro, la regulación emocional, el manejo de comportamientos  y el desarrollo de habilidades sociales. Los niños que crecen con un vínculo estable y un entorno que escucha y valida sus emociones desarrollan mayor confianza y autonomía. Por el contrario, cuando el acompañamiento emocional falla, es más fácil que surjan conductas impulsivas, problemas de autoestima o dificultades de relación.

En la adolescencia, la situación se complica. Esta etapa supone una auténtica “remodelación cerebral” comparable a la de los primeros años de vida: el sistema límbico, encargado de las emociones y la búsqueda de recompensas, madura antes que la corteza prefrontal, responsable del razonamiento y el control de impulsos. De ahí la intensidad emocional, la necesidad de validación social y la vulnerabilidad a los riesgos.

 Por eso, el trabajo con los adolescentes debe centrarse en tres grandes ejes: manejar la presión social y académica, detectar y prevenir conductas de riesgo (como autolesiones, adicciones o trastornos de la conducta alimentaria) y fomentar una identidad sana y autónoma.

 Un factor especialmente relevante en la actualidad es el impacto de las redes sociales. Las pantallas pueden ser fuente de aprendizaje y conexión, pero también de aislamiento, comparación y ciberacoso. Las familias deben acompañar activamente este proceso, estableciendo límites claros y fomentando espacios de conversación sobre lo que ocurre en el entorno digital.

La buena noticia es que la salud mental se puede entrenar. La escuela es un escenario privilegiado para ello: un lugar donde aprender a nombrar las emociones, practicar la empatía, resolver conflictos, desconectar del estrés y sentirse parte de una comunidad. Cuando un niño se siente visto, escuchado y valorado, su bienestar se fortalece.

 La clave está en sumar esfuerzos. Las familias, los docentes y los profesionales de la orientación compartimos un objetivo común: ayudar a los niños y adolescentes a crecer emocionalmente sanos, autónomos y conectados consigo mismos y con los demás.

 Cuidar la salud mental no significa eliminar el malestar, sino enseñar a convivir con él. Porque solo quien sabe respirar en la tormenta puede disfrutar plenamente de la calma.